Bazárov o la metafísica del vacío

Pepa Erre
11 min readJul 3, 2022

Resulta difícil decantarse por uno sólo de los muchos senderos de reflexión que nos ofrece Iván Turguéniev en «Padres e Hijos». Un análisis formal de la obra alcanza para llenar folios y folios, pero un cierto temor a romper el encanto de aquel ser literario en el proceso de su desmembramiento detiene ese primer impulso. Pues, después de todo, darse a la labor de desmenuzar un texto mirándolo sólo como materia física -pensando que un libro y su texto no es más que un objeto entre los millones de objetos que (sobre)pueblan el mundo y, como tal, puede ser sujeto de estudio `científico’, catalogable y desentrañable — nos acerca más al trabajo de un forense frente al cadáver, que al de un lector frente al texto. Y esto, justo ante la obra que nos concierne, sería doblemente imperdonable, pues no sólo incumpliría la promesa silenciosa que todo lector hace cuando aborda la lectura, que es no convertir al texto en un algo leído y por tanto usado, sino más bien en una especie de alguien a quien se busca comprender -el lector no sólo lee el texto, sino que lo siente, y así un libro bien leído se convierte en un ser entrañable- sino sobretodo, traicionaría la memoria de nuestro Bazárov.

Ese es Bazárov diciendo “bah” en la portada de una edición rusa de Padres e Hijos

Bazárov, personaje arquetípico del nihilismo, deja constancia en la obra de que aquella histérica obsesión por estudiar la materia por la materia sola no conduce a nada bueno. Esa actitud de alejarse de todo aquello que le suene a sentimentalismo aristocrático, al final se convierte en una condena; cárcel por él mismo edificada y que sus muros, ya hechos de orgullo, ya de una terrible inseguridad inconfesable, delimitan su visión del mundo y la visión que el mundo se hace de él.

Sumergirse en la mente de Bazárov para intentar analizarlo y desentrañar sus múltiples misterios, es como saltar a un oscuro abismo sin la seguridad de que haya una red para salvarnos de la caída. Resulta doloroso aunar nuestro pensamiento al de aquel ser tan desencantado, tan cruelmente racional y objetivo hasta la médula que en su afán de desmitificarlo todo, filtra la realidad por una bien tejida red de pensamientos nihilistas protegiendo su intimidad y poniéndose a salvo.

Para mejor comprender a Bazárov habrá que detenernos también en su antagonista, y observándolos en paralelo veremos el cuadro completo de la Rusia del siglo XIX, a caballo entre dos generaciones diametralmente dispares, entre dos ideologías irreconciliables que devendría en un conflicto social histórico. El escenario de nuestra novela y, sobretodo, la contraposición de sus personajes, nos ofrecen una visión clara de la dolorosa ruptura que todo comienzo exige.

Así, tenemos por un lado al ya mencionado Bazárov que representaría al naciente bando progresista, y por otro estaría Pavel Kirsánov, a la cabeza de una aristocracia convulsionante y moribunda.

Cartel de la adaptación cinematográfica soviética estrenada en 1958

Kirsánov, ese hombre mayor con una dignidad estoica, practicante acérrimo del romanticismo y la caballerosidad en su sentido más inglés y, como tal, portador de un corazón roto dentro de un cuerpo bien erguido y perfumado, será la contraparte de nuestro Bazárov. Y es en ésta contraposición donde los rasgos de ambos se hacen más evidentes dotando de sentido a la obra.

Observando con lupa a ambos, no son pocas las contradicciones que arrojan (tan inverosímil es la facilidad con que Bazárov se enamorara de Anna Serguéievna Odintsovna, como el súbito parecido que encontrara Kirsánov entre su princesa R*** y Fénechka, por ejemplo), y sin embargo no resulta difícil pasar por alto esas minúsculas fisuras del relato, si observamos a ambos personajes como arquetipos depositarios de una tendencia filosófica. Parece que la historia es meramente secundaria y sólo un pretexto para explicar las divergentes líneas del pensamiento ruso de aquel entonces.

Por un lado está Bazárov, que simboliza la ruptura con el viejo estilo de vida que mantenía bajo el yugo de una no poco tiránica aristocracia al grueso de la población. Bazárov, con su rechazo a todo lo establecido, con esa visión extremista que desdeñaba todo aquello que rozara el terreno de la individualidad, en pos de una pluralidad donde todo rasgo particular (personal) quedaría diluido, representa el advenimiento de la ‘modernidad’ pero no en un sentido positivo. Bazárov es una figura oscura (aunque el lector llegue a comprenderlo e incluso a compadecerlo a lo largo del relato) que se dedica a criticar, a rechazar y, más aún, a odiarlo todo. Lo que él propone es el total aniquilamiento del orden establecido en la realidad para reconstruirla de nuevo partiendo de cero. Pero su odio no está sólo dirigido, como cabría esperar, a la clase dominante, sino que Bazárov odia también profundamente a los campesinos. Detesta a los suyos, a los otros y a sí mismo. Así, representa lo más odioso que tiene el hombre moderno: una terriblemente pesada nada.

No pocas ambigüedades moldean la personalidad de Bazárov, pero todas ellas son comprensible si lo miramos como el arquetipo del naciente ‘hombre moderno’, a quien le tocara nacer justo sobre la grieta del mundo fracturado; entre un pasado caduco y agotado y un futuro indefinido, atemorizante acaso, pues supondría la total desaparición de la vida tal como se entendía hasta entonces, en un reordenamiento drástico de la realidad. Depositado sobre aquella grieta, entiende que a lo único que puede asirse es al vacío, pues en la dirección que mire todo lo que se le ofrece le parece igual de nauseabundo. Y entregándose al vacío el ‘hombre moderno’ no hace más que ensancharlo.

En una de las orillas de aquella grieta, se encuentra Pavel Kirsánov con su decadente mundo romántico a cuestas. Pero este gentleman ruso perdido en una remota aldea, acaso no carente de una cierta ingenuidad, es en realidad un hombre valiente. Pues si ya es difícil nacer con la responsabilidad de cambiar el orden del mundo, más difícil es aún haber vivido por años en el viejo orden y ser capaz de despacharlo y abrirse a nuevas posibilidades. En su juventud Kirsánov tenía todo a su favor para ser un triunfador según los estándares de su época, pues además de nacer en la cuna de una familia acomodada, poseía una extraordinaria belleza y tenía casi asegurada una carrera brillante. Hubiera sido un perfecto candidato para aquella vieja galería de ‘hombres superfluos’ si no fuera porque bajara la guardia y se enamorara de la princesa R***, que al romperle el corazón lo despojaría de todo arrojo y fuerza de carácter, mandándolo derrotado a refugiarse para siempre al campo con su hermano.

Kirsánov viviría por muchos años en automático, como si la vida se hubiera detenido en su juventud y él fuera una especie de fantasma sin sentido ni ambiciones, hasta que Bazárov entra en escena. El rechazo de Bazárov a todo lo que representaba el mundo para Pavel Kirsánov, sacude a éste de su letargo y lo regresa a la acción. Se yergue como defensor de su mundo y, cuando lo ve totalmente amenazado, se muestra dispuesto a morir por defenderlo y reta a duelo a Bazárov. Las consecuencias de dicho duelo marcan el destino de nuestros hombres y, por tanto, de los mundos que representan.

Pavel Kirsánov resulta herido en un muslo (y no por que el honor de Bazárov evitara que lo hiriera de muerte, sino simplemente porque disparó sin apuntar) pero metafóricamente no fue sólo una bala lo que la modernidad le hincara en la piel, sino una visión renovada del mundo. Tras sobrevivir a este enfrentamiento, Kirsánov es la llave que abre la puerta a una nueva realidad posible. Cambia su punto de enfoque y da el beneplácito a su hermano para casarse con Fénechka, mientras él se va exiliado al extranjero. Ésta acción aparentemente simple, supone tal renovación del paradigma moral de la época representada por nuestro Kirsánov, que sería la simiente del cambio, semilla de los nuevos tiempos.

Resulta curioso observar la trayectoria que recorrería dicha semilla, pues es Bazárov –sombra amenazante de la modernidad- quien la entregara a Kirsánov y éste, quien la sembrara en la pareja de su hermano y Fénechka, responsables últimos de cultivarla y hacerla florecer.

Así, no es de aquella grieta sobre el vacío que surge el nuevo mundo, pero sin ella, éste sería imposible.

El papel de Bazárov es el más duro de todos, pues en él ni siquiera hay un matiz de valentía como en Pavel Kirzánov que lo salve de su absurdo de ser. Habitante del abismo, representante de la nada y capaz sólo de ver la nada a su alrededor, el sombrío, angustiante y trágico mundo de Bazárov nos conmueve más que el de ningún otro personaje de la obra, no sólo porque es de quien más se nos habla y sobre el que más intrigas se traman, sino porque lo conocemos de sobra. En su calidad de hombre moderno, que al saber que no tiene cabida en ningún lado se dedica a errar por errar, de un lugar a otro, de una persona a otra, con intereses siempre pasajeros que sólo logran escarbar más hondo en su interior vacío, éste hombre es consciente de su condición de vagabundo, de vano organismo sin sentido, sobrante en un mundo donde todo es despreciable. Y aunque en ocasiones ciertos sentimientos puedan librarlo por instantes del abismo, siempre regresa a él, ya por su propia cuenta, ya obligado por el rechazo de los otros. Así, oímos a Bazárov confesarle a su amigo Arcadi:

-Pues yo pienso que estoy aquí, tumbado junto al almiar… El espacio que ocupo es tan estrecho y diminuto si lo comparo con el resto del espacio, en el que no estoy, y en el que mi ser nada importa; que el tiempo que yo viva resulta hasta el punto insignificante frente a la eternidad, en la que no estoy ni jamás estaré… Pero en este átomo, en este punto matemático, la sangre fluye, el cerebro trabaja, y también reclama algo… ¡Qué horror! ¡Qué tontería! (p. 217)

Tan lleno de vacío Bazárov, como el hombre moderno, que ni siquiera alberga la esperanza de ser algo más que ‘cerebro, bazo, corazón y pulmones’ (p. 168). Y cuando aún en eso (que no es poco el equilibrio casi mágico que mantiene a nuestro cuerpo en marcha) logra ver un algo por lo que valiera la pena apasionarse, suelta al viento el pensamiento, reprimiéndose él mismo por lo absurdo y poco lógico del asunto. Pues si se está sobre un abismo, intentando mantenerse a flote con un pie en cada orilla a la vez que un terrible vacío interior jala constantemente hacia lo profundo, lo más fácil es rendirse a aquella ‘trágica realidad’.

Esta es una foto de Turgueniev que encontré en internet

Pero, siendo sinceros, nadie está tan condenado como se piensa. O tal vez, se está condenado en la medida en que se crea estarlo. Bazárov, aún con su sobresaliente inteligencia y talento práctico, es incapaz de darle la vuelta a la tortilla y construirse un mundo deseable. Cosa que, por otro lado, sí logra Arcadi, quien mirara siempre con admiración a su amigo nihilista y viviera como a la sombra de éste, hasta que toma la determinación de coger su vida con sus propias manos, saltar el abismo e instalarse en la otra orilla, hasta ahora inhabitada esperando albergar el mundo nuevo. Arcadi, entonces, representa la realidad más positiva de entre todas las propuestas. Ni más listo ni más tonto que otros, sin nada que lo haga sobresalir, su mayor virtud es la de tomar lo que de bueno pudo encontrar en ambos mundos (el del vacío de Bazárov, el del decadente romanticismo de su familia) y construirse su propio destino, sin que por ello se convierta en ningún héroe, pues seguro no faltará quién lo tache de conformista. Pero al menos tiene la suficiente justeza de espíritu para mirar a la cara al mundo e intentar vivir en él de la mejor manera posible. Tras su matrimonio con Katia se instala en la hacienda paterna e intenta construir la realidad sin tener que tirar por suelo todo lo que ya estaba construido hasta entonces, pues no todo era tan malo.

Así pues, «Padres e Hijos» no es sólo una historia magistralmente contada sobre las conflictivas relaciones familiares. Es, sobre todo, una radiografía de los distintos tipos de hombres involucrados en la fabricación de la historia de Rusia y sus devenires. Pues la historia no sólo la hacen los grandes personajes, sino que la deciden los hombres anónimos con su cotidiano actuar, vivir, pensar.

En «Padres e Hijos» somos testigos de la paulatina muerte de un viejo orden que, retirándose, deja lugar para que uno nuevo se instale. E, involucrados en la creación obligada de aquel nuevo orden, observamos dos realidades totalmente opuestas. Por un lado, la modélica actitud de Arcadi que propone un diálogo con el pasado en lugar de su total aniquilación, como querría Bazárov. Arcadi encarna a un pacifista que, conociendo desde dentro todas las partes del conflicto, decide conciliarlas a través de su silencioso hacer. Comprende que el cambio no puede ser drástico, sino que se irá forjando en la medida que cada uno trabaje con su propia vida en la realización de dicho cambio. Y aunque ésta es la postura que mejor porvenir contiene, nosotros, lectores del siglo XXI, al fin y al cabo ‘hombres modernos’, no podemos dejar de considerarla demasiado positivista, irreal de tan ingenua. Pues, picados del virus de vacío del que ya sufría Bazárov, vemos en Arcadi un pusilánime, y el destino que escoge nos parece cuando menos aburrido. El hombre moderno, para el que no existen dioses y por tanto nada tiene calidad de sagrado, parece estar invalidado para todo tipo de fe. Y sin fe en él mismo, en su poder transformador, el hombre moderno se burla de la idea de que es posible forjar una realidad menos asquerosa que la que ve. Aunque sería esperanzador pensar que todos podemos ser en alguna media Arcadis, con el simple planteamiento de esa postura sonreímos amargamente, pues nuestra mente racional nos dice que aquello es imposible.

En el libro se nos ofrece una especie de ‘final feliz’. Bazárov muere absurdamente (como absurdamente había vivido) y los otros van cumpliendo con el destino que se fueron fabricando. Pero nosotros comprendemos que la muerte de Bazárov no hace más que agrandar el vacío que amenaza al mundo. Bazárov es el padre de todo hombre moderno que, cargado de nada y proclamando como única luz en el camino el poder de la razón en su estado más crudo, se dedica con su existencia a hacer proselitismo del vacío. A abrir los ojos a todo aquél ingenuo que mantiene la esperanza de una realidad mejor. Y con su muerte nos lega la incómoda sensación de sinsentido que tiene todo.

Pero entre esta maraña de oscuridades vanas con las que enredamos nuestro pensamiento, en la firme convicción de estar siendo coherentes y racionales, parados con toda nuestra hondura al borde del precipicio, lo único que puede salvarnos es la esperanza. No sabemos si hay una red que nos salvará de la caída, y de hecho la razón más bien nos convence de su inexistencia. Pero si la condición precaria en la que nos encontramos no nos conduce más que a la muerte, o bien a una existencia que nos mantiene indiferentes, tal vez entonces valga la pena tomar el riesgo de vencernos a la esperanza y saltar el abismo.

BIBLIOGRAFÍA:

Iván Turguéniev: Padres e Hijos, Madrid, Cátedra, 2004.

Tatiana Drosdov Díez: “Realismo y Naturalismo” en Fernando Presa González (Coord.): Historia de las Literaturas Eslavas, Madrid, Cátedra, 1997.

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