Cartografías

Pepa Erre
2 min readFeb 28, 2023

Tengo guardadas en la memoria las rutas exactas de caminos que muy probablemente no volveré a recorrer jamás. El camino de La Bergerie, en Bordeaux-Saint-Claire, hasta la playa de Étretat, pasando por el puesto de helados de vainilla y chocolate, en Normandía. El camino desde el super del Corte Inglés, en el barrio de Chamberí, en Madrid, hasta mi departamento del 2005 en la Calle Galileo número 38. El camino con menos gente desde la librería Rulfo, en Tequisquiapan de 1999, hasta mi casa bajo las jacarandas, en la calle Niños Héroes esquina con Vicente Guerrero. Sé llegar a casa de mi amiga Fernanda en la calle Ahuehuetes, en el fraccionamiento Los Sabinos, en 1997, y del parque del queso a la casa de Mariana, en el Chetumal de 1993. Sé volver en bicicleta de la Biblioteca Torrente Ballester, atravesando el barrio que llamábamos Yugoslavia y luego atravesando el puente azul sobre las vías del tren y las amapolas, a mi departamento -nuestro- en la calle San Sebastián número 12 2ºA y su elevador siempre fresco, en Salamanca. Sé caminos de noche, de tarde, llenos del silencio de la siesta, ruidosos de marcha, de orgullo, de ebriedad. Sé escaleras que huelen mal y bajan a estaciones equivocadas de metro, en Barcelona. Sé un sendero que llega al mar saliendo de la central de camiones en Playa del Carmen, cuando todas sus calles eran de arena. Sé un camino de cada mañana en un terreno baldío con pastos altos y dorados que llega a la escuela con mi hijo de tres años, y de siete, y de diez, con su mano en la mía y luego menos próximo, en una rutina llena de mañanas de clima variado y pláticas entrecortadas de desayuno, en Aguascalientes. Sé las calles en las que corría más el viento en Salamanca, donde casi no pasan cosas entre las horas de clase, apurando un cigarrillo antes del siguiente turno. Sé una carretera rural entre Coahuila y Durango donde lloran las vacas, donde siempre hace calor y nunca llueve. Sé llegar de la tienda de Solidaridad a la glorieta en Felipe Carrillo Puerto de 1994, junto a ese árbol inmenso con un mono araña donde esperábamos el autobús. Sé una ruta con stickers como migas de Hansel y Gretel en el 2023, que lleva las mañanas de domingo a un desayuno para dos adultos trasnochados, y sé el regreso navegante de nuestras risas, desde la mesa en el balcón del restaurante hasta el sillón de la casa, cortando por el parque y sus columpios vacíos, en nuestro barrio del presente. Cabe toda esta cartografía en un parpadeo de la memoria. Hay un archivo aireado y fresco de mapas, reconstruyéndose incesantemente en el cruce de caminos que somos. Ya perdí todas las coordenadas, pero cierro los ojos y llego a mí.

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