Sobre los patines y estar viva

Pepa Erre
6 min readMar 10, 2021

Cuando tenía nueve años, casi diez, mi familia y yo dejamos Chetumal, la ciudad donde vivíamos, abruptamente, en la madrugada. Mis papás nos despertaron a mi hermano y a mí y nos dijeron que nos íbamos, que no íbamos a volver y que sólo podíamos llevarnos un juguete y la ropa que cupiera en nuestra mochila. Yo me abracé a mis patines.

Mientras los adultos discutían, en las semanas que siguieron, y hablaban entre susurros de cosas que los niños no debíamos oír, seguía abrazada a los patines, o sentada lo más oscuramente posible, mirando de reojo los patines guiñándome un ojo que no tenían, en una esquina de la casa de mis abuelos. Mientras esperábamos, a ver qué pasaba después.

Después, nos fuimos a la casa de descanso de la tía Emilina en Tequisquiapan, a seguir esperando. Era una casa en un fraccionamiento en mitad del campo, de villas de fin de semana para los chilangos. Las calles eran empedradas, pero mientras seguíamos esperando yo intentaba patinar en los cachitos de cemento que encontraba en el fraccionamiento. Era febrero y llegamos de Chetumal con la ropa que nos había cabido en la mochila, la ropa del trópico que no era por supuesto ropa para el invierno de Tequisquiapan. Mi mamá compró estambres y nos tejió calcetas que llegaban hasta las ingles a mi hermano y a mí para cubrirnos las piernas flacas que fueron haciéndose pálidas lejos del sol de la bahía. Nos tejió un suéter a cada uno. Y seguíamos esperando.

Me hice amiga de Juanita, la hija de Jacinto y Tachita. Su papá era jardinero y su mamá limpiaba esas enormes casas vacías para irse a dormir al final del día a un cuartito, cuatro en una cama, al fondo del jardín.

Juanita me enseñó a atravesar las bardas como atajo para el club. El club estaba vacío entre semana, así que teníamos un pequeño paraíso para nosotras dos. Nos turnábamos mis patines. A ratos ella los dos, a ratos yo los dos, la mayor parte del tiempo un patín cada una, sentadas en los columpios, contándonos nuestras cosas. A veces, por la tarde, llegaban otros niños al club, niños que vivían en algunas de las villas. Llegaban con sus nanas o solos. Algunas veces me invitaban a jugar a mí, pero nunca a Juanita.

Un día la espera se terminó y nos inscribieron en una escuela, ahí en Tequisquiapan. Papá empezó a trabajar en el hospital del pueblo, se decidió que la vida seguiría ahí. Rentamos una casita en el centro y ya sólo veía a Juanita algunos fines de semana, cuando íbamos a visitar a la tía Emilina y a la abuela cuando venían del DF a su casa de campo. Un día Juanita y su familia se regresaron a su pueblo y nunca volví a verla.

Con el dinero de las primeras consultas nos compraron chamarras a mi hermano y a mí. Mi chamarra era azul marino con cuadros rojos y verdes en el forro. Solo ahora que también soy adulto me doy cuenta que hubo chamarra para mi hermano y para mí, y una escuelita, pero no chamarras para nuestros papás. Salía con mi chamarra azul marino y las calcetas que mamá había tejido escurriéndose bajo las rodillas a patinar todas las tardes. Todas. Y por las noches platicaba mentalmente con mis patines hasta quedarme dormida.

Eventualmente la vida realmente dejó de parecer una espera. Tere, una vecina de Chetumal, se organizó y repartió muchas de nuestras cosas entre los amigos y otras nos las envió. Un día llegaron en una caja mis barbies, mis libros, las polly pockets. Empecé a recibir y enviar cartas a mi mejor, mejor amiga de Chetumal, mi Marianita. Retomamos la amistad como si sólo hubiera pasado un domingo sin vernos y atravesamos el país con cartas de amor. Los patines empezaron a ya no quedarme y estaban realmente destrozados. Los usé hasta que era imposible seguir encogiendo los dedos dentro, hasta que realmente ya ni giraban bien las ruedas y el plástico del freno hacía mucho que estaba deshecho.

Aprendí a patinar en el parque del queso, en Chetumal y un día, muy lejos de ahí, enterré esos patines en la esquinita del jardín de la casa que rentábamos en el centro de Tequisquiapan.

La historia que cuentan mis adultos sobre esos días es una historia de miedo e impotencia ante los atropellos de Mario Villanueva Madrid, el cacique que gobernaba Quintana Roo en el 95 y que un día mandó a sus matones a la casa porque mi mamá ayudaba a las presas políticas y a las mujeres que ni siquiera hablaban español y estaban presas en el cereso de Chetumal, y mi papá atendía gratuitamente a sus niños y otros hijos de zapatistas refugiados. Uno de los matones pidió a la secretaria del gobernador que nos diera el pitazo para que nos fuéramos antes de que ellos llegaran, porque mi papá era el pediatra tanto de los hijos de ese matón como los de la secretaria. Y los matones hicieron tiempo por ahí, mientras nosotros llenábamos nuestras mochilas, y papá pidió un taxi y nos fuimos a la central de camiones y antes de que amaneciera ya estábamos en la carretera, sin saber muy bien hacia dónde huir.

La historia que contamos mi hermano y yo de esos días es una historia hecha de pequeñas historias sobre la incertidumbre y la tristeza, y de la mayoría de esas historias ahora nos podemos reír, otras nos conmueven solo a nosotros, muchas no las contamos jamás.

Hace unos años, ¿5, 6? Fu y su hermana supieron que de niña me gustaba patinar y me regalaron unos patines. No había vuelto a tener patines desde esa vez que los enterré en la esquina del jardín. Cuando empecé a patinar de nuevo recordé cómo se sentía volar. Poquito tiempo después me divorcié, después de 12 años de matrimonio y de muchos años de estar muy lejos de mí.

Todas las historias están hechas de millones de otras historias y cada historia tiene casi infinitas maneras de narrarse, de entenderse, de traducirse, de interpretarse. Somos seres hechos de historias, de las historias que escuchamos, las que nos formaron y nos hicieron crecer, las que vivimos, las que elegimos narrarnos a nosotros mismos desde los huecos de la memoria. Esta misma historia de nuestra partida de Chetumal tiene aristas mucho más ¿relevantes? Es una historia política, una historia de amor, una historia sobre el miedo, una historia sobre la injusticia, una historia sobre la sobrevivencia. Otro día voy a contarla de otra manera, pero ahorita, en este encierro prolongado, cuando mi hijo está aprendiendo a patinar y tiene justo la edad que yo tenía cuando dejamos Chetumal, ahora que acabo de cambiarle las ruedas a mis patines sentí cómo los círculos no se cierran y la vida es esta espiral que no sé si asciende o decrece, si se cierra más o se va abriendo, pero da vueltas, como las ruedas de los patines, y nos encuentra diferentes en otro punto de la historia, donde también seguimos sobreviviendo, cada uno como puede, contando historias, desde la rabia, desde el miedo, desde el amor. Ahorita, para mí, esa historia de nuestra partida de Chetumal, es la historia de una niña que tuvo unos patines para transitar el dolor y no perderse. Una historia sobre las historias que traemos encima siempre, observándonos desde nuestra sombra. Sobre cómo a veces sólo somos la sombra de nuestra historia, a veces parte de lo que fuimos se queda congelado, perdido, muerto, y a veces no somos lo que se queda en la sombra, sino el bulto vivo que rueda y crece y narra y se transforma.

Desde la felicidad modesta de seguir viva, de tener 35 años y poder patinar mientras cocino, en este nueva ciudad, en esta nueva historia, el relato de esa vez en 1995 que la vida nos cambió es una historia de gratitud y amor, a la bondad de mis papás que nos salvó la vida y a mis patines que me dieron las ganas de vivirla. 😜

Gracias a la diosa por el amor y los patines.

¿Qué objeto material te ha acompañado a ti y cuando lo ves te recuerda quién eres y para qué, chaparramente o como sea, pero para qué valdría la pena seguir viva?

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