Una mesa y un mantel

Pepa Erre
5 min readSep 23, 2020

Hay una mesa y un mantel. En las casas donde las cosas funcionan, las mesas tienen manteles, manteles de tela. Huelen rico, a ropa lavada, pues se cambian con asiduidad. En las casas donde las cosas funcionan los manteles pueden tener manchas o pueden no tenerlas. Las manchas en los manteles hablan del pasado, de cosas que pasaron en otras comidas, en otras cenas. Unas gotitas de clorofila. Agua de jamaica, té, sopa derramada. Mermelada y mantequilla. Trozos de pasta que se escapan del tenedor a la boca y dejan una huella de rojo, como si unos labios de salsa de tomate hubieran besado la tela, como cuando una canción te deja impresa su letra en un lugar que arde cerca del corazón. Los manteles en las casas donde las cosas funcionan cuentan historias que sólo unos pocos recuerdan cómo descifrar. Los que vieron volcarse la salsera e inflamarse las venas en la frente de papá con rabia, con el cansancio de media tarde antes de la siesta que se merece después de cada comida; quienes mordieron el taco demasiado lleno y recuerdan la trayectoria del pedazo de bistec encebollado desde el borde de la tortilla al mantel, como en cámara lenta, con la misma lentitud con la que se fue resecando hasta hacerse polvo la esperanza de un verano frente al mar. Tal vez el siguiente año. Pero hey, al menos tenemos por hoy, por esta noche, estos tacos. Y este mantel que tallar. Y esta mesa.

En las casas donde las cosas funcionan pasa el tiempo, se licúan las mañanas con las tardes con las noches, pero nada avanza realmente, sólo sucede, una cosa tras otra, tras otra, una comida tras un desayuno, una discusión de domingo por la tarde tras unas mañanitas con pastel de kiwi y mango y cumpleaños feliz. Una tras otra, las cosas suceden, sobre el mantel, sobre la mesa. Sin detenerse pero sin avanzar, sin transformarse de manera radical, sin dejar de ser cosas, de ser mañanas y tardes, de ser naranjas en el desayuno y quesadillas al anochecer. Las cosas funcionan en esas casas porque hay una mesa y un mantel; a veces sin manchas, casi siempre no. Hay un reloj que ya nadie nota y marca el tictac invisible del tiempo que pasa sobre las cosas, que anuncia una mañana nueva que se vuelve tarde y temprano es noche otra vez. Funcionan las cosas, en la casa donde las cosas funcionan, funcionan porque siguen existiendo. Porque hay esta mesa y estas manchas sobre el mantel. Un día ya no va a quedar nadie que recuerde las historias de estas manchas. Ya no habrá mantel, y finalmente tampoco mesa. Ya no quedará nada que funcione, ni siquiera una casa. Solo el tiempo invisible sobre lo que ya no es. Y nada. Nada que contar ni nadie a quién contárselo o que desee oírlo.

Yo crecí en una casa donde las cosas funcionaban. En varias casas donde siempre las cosas funcionaban. Cuando digo casa digo familia. Digo nosotros cuatro moviéndonos entre las habitaciones, de la hamaca al piso, de la cocina al patio, del coche a la sala, del sueño al llanto, de las travesuras a las tardes de hacer tarea sobre el mantel de la mesa, la mesa del comedor o la cocina. A veces las casas donde las cosas funcionan tienen más de un mantel y más de una mesa. Cuando escribo crecí en una casa, me refiero a que crecí en una familia, que nos mudamos a muchas, muchas casas. Casitas chiquitas y grandes. Con árboles frutales y con termas, con patio de concreto y una jaula donde un día en vez de paloma amaneció un tlacuache. De Chetumal a Tequisquiapan. De la infancia a la adolescencia. De las crisis de los cuarentas de mis papás al divorcio. Ahí dejó de haber mantel para mi mamá. Ella se quedó sin mesa, sin casa, sin cosas funcionando. Ahí se detuvo el tiempo. Ahí sí hubo un cambio radical, y la vida avanzó a algo nuevo.

Ahora yo tengo una casa. No tengo una casa en el sentido de que la posea, pero reúno cada mes el dinero para pagar la renta y llamar a esta casa mía. Tengo esta casa en la que vivo con mi hijo. Hay dos mesas. En la cocina hay una mesa con dos manteles. Uno de hule y sobre ese uno de tela. Ambos de cuadritos azules y blancos, que me recuedan a las casas en las que crecí. Hay otra mesa que en vez de mantel tiene un reguero de libros y cuadernos encima y esta computadora en la que estoy escribiendo. Esta es una casa donde no todas las cosas funcionan. Algunas cosas de esta casa gotean. Otras se han roto. A otras les faltan pilas o ya se le acabaron las baterías. Otras solo están demasiado viejas y tienen los resortes vencidos, los colores deslavados, los tornillos barridos. Cuando digo que tengo una casa me refiero a que tengo una familia. Soy la mamá de esta familia. Esta familia somos mi hijo y yo, y la gatita Areúsa. Los manteles de nuestra casa nos han visto sucederle al tiempo. Han visto que el tiempo nos suceda, en la piel, en nuestra altura. El mantel de hule no tiene manchas pues es lavable: le he borrado de encima el rastro de todas las historias. El otro mantel cada día tiene una historia nueva, una mancha nueva, un nuevo tropiezo sobre la red de los días en los que nos vamos tejiendo. En las casas donde no todas las cosas funcionan también hay desayunos, de lunes a viernes. Hay vasos con cerveza o whisky los sábados. Hay ocasionalmente un pay de manzana, cerca del otoño y del anochecer, de la hora de la cena y de subir a bañarse. Hay los brazos extendidos de mi amante sobre el mantel, mientras toma mi mano en la otra orilla de la mesa.

Hay una mesa y hay un mantel. Hay todo tipo de cosas y casas, de manchas e historias, hasta que un día se va apagando todo, se van distanciando las horas, se van quedando vacías las cosas, las casas, hasta que ya no queda nada, ninguna historia para derramarse sobre el mantel. Ningún mantel para llenarse de historias. Ninguna mesa para sostener la vida en una casa vacía.

Pero aún no. Aún hay un plato rebosante de sopa y todo el potencial para derramarse sobre la mesa, sobre el mantel, sobre los días, empapar esta casa donde no todas las cosas funcionan.

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